viernes, 28 de octubre de 2005

El árbol humano

Los indigentes no son fenómenos extranios por estas tierras. Es más, hasta da la impresión que cada vez se ven con mayor frecuencia: o a mi las crisis me persiguen o yo llevo la sal conmigo o definitivamente TODO va de culo pa'l estanco o todas las anteriores. Se los ve de vagón en vagón en los metros, o a la entrada de las estaciones, muy decentes pidiendo cualquier colaboración; en la zona de la diversión se los ve husmeando entre las canecas, buscando botellas para echar en las bolsas o con los carritos del supermercado que ya llevan rebosantes -por las botellas se paga siempre un depósito-; en las noches se les ve acomodarse en sus sacos de dormir a la puerta de los grandes almacenes... pero de ellos no voy a escribir, sino de uno en especial que aún me tiene toda intrigada.
Lo he visto siempre desde que me trasteé a este nuevo vecindario. Su aspecto es descuidado, siempre lleva una barba espesa y unos pelos acordes; se ve que aún es joven, ha de ser aún menor de 30, aunque vaya uno a saber, debajo de tanta mugre y dejadez es imposible estimar edades. Lo que impresiona de este hombre es que siempre está sentado, sin moverse, con las manos cruzadas sobre el pecho, mirando al infinito, callado. No mira a nadie, no habla con nadie. Y así se la pasa horas enteras allí sentado, sin hacer absolutamente nada más que mirar al infinito y callar. Fuma, y no falta quien le provea de cigarrillos. A veces lo he visto caminando: así se explica que a veces se le viera sentado en un banco frente a la estación de tren -hace ya rato que no parcha ahí-, a veces en una esquina en donde hay un pequenio jardín sin duenio. Por esa esquina paso por lo menos dos veces al día, porque me queda de camino a la estación: de maniana nunca lo veo, pero por la noche cuando llego a la casa, es posible que lo encuentre allí, sentado, erguido, en su ocupación única y favorita. Una vez vi que una seniora le llevaba comida, le conversaba, pero él por supuesto que seguía concentradísimo en lo suyo. Siempre paso rápido por su lado y lo miro apenas con el rabillo del ojo, supongo que siguiendo la indicación que me diera mi mamá desde ninia que a los locos no había que mirarlos fijamente porque sino se venían a pegarle a uno. (Si se considera que la ninia y la mamá en cuestión residían en el centro de Bogotá, por los lados de la U. Central, se echa de ver que la indicación no era para asustar a la ninia para que se tomara la sopa, por ejemplo, sino que era casi cuestión de supervivencia). Cuando lo veo no puedo dejar de preguntarme qué habrá en la cabeza de ese hombre, qué insucesos lo llevaron a ese estado. Quizás su locura y su delirio consista en creerse árbol, quizás es un árbol que se portó mal en la vida pasada y fue castigado reencarnando en hombre.

1 comentario:

Mal Ladrón dijo...

Creo que la pregunta que te haces, que insucesos lo llevaron a ese estado, es más o menos la misma que me generó lo que vi para mi último post. Complicado asunto.