Cuando nos fuimos de la casa del abuelo a aquel apartamento del centro, no dejaba de asombrarme que ella pudiera conducirme a todas partes, que ella supiera dónde quedaba todo. Me llamaba del trabajo a ver cómo estaba, a preguntarme qué estaba haciendo, a decirme que ya pronto llegaría a la casa. Era la que accedía a poner en la banda de la caja del supermercado las golosinas de las que me antojaba a última hora o a comprarme en la calle el helado o la chuchería que se me ocurriera.
Me conmueve mucho estar ahora, 30 anios después, en el rol de ella con ella.
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