sábado, 27 de noviembre de 2010

Veinticinco años no son nada

If you want a happy ending, that depends, of course, on where you stop your story.
Orson Welles


Algún fin de semana de octubre, 1985.
Una enfermera compañera de trabajo de mi mamá decidió celebrar su cumpleaños con un paseo a su finca en Carmen de Apicalá. Casi todo el personal de la clínica -y sus familias- participó. Hasta el propietario de un restaurante aledaño a la clínica, también amigo de la agasajada, estuvo a cargo de la comida del convite. La casa era cómoda, con piscina. La alquilaría mi familia el año siguiente por una semana. Del paseo casi no recuerdo nada, salvo haber bailado por primera -y quizás única vez- con mi papá y la complicidad con los otros dos preadolescentes atrapados en esa fiesta.

No hicimos las grandes diabluras -si acaso nos tomamos una cerveza- ni pactamos la gran amistad -de hecho nunca volvimos a vernos desde entonces-, pero nos dimos mañas de entretenernos decorosamente bajo las estrellas en el trópico en aquel fin de semana con padres festivos en entorno desconocido. Los ojos verdes, el pelo crespo y rubio y la voz grave de M. me desconcertaban. Era dos o tres años mayor que yo, lo que entre niñas a nuestra edad era como una diferencia de 10. Qué inteligente era. E. era simpaticón, sin ser un galanzote. Tenía una sonrisa bonita y ese encanto de los rasgos en los chicos adolescentes, que comienzan a adoptar los tintes adultos paulatinamente, de modo que aún puedes ver algo de los infantiles. Estos contrastaban muy perturbadores con su marcada manzana de Adán. Me atraía profundamente. Me queda la intriga si esa atracción fue correspondida. En un bolsillo descubierto de mi morral encontré semanas después una tarjeta con un número y el texto "Llámame. E.". Cuando por fin me animé a llamar -nada raro que hubiera sido al año siguiente- fue nada más para descubrir que en ese número no conocían a nadie con ese nombre. Me parece tan inútil si lo hizo adrede que por eso descarto la idea, anyway yo montaba mucho en bus para ir al colegio, cualquier gato pudo haber metido la tarjeta en el bolsillo, nunca faltaban los acosadores de colegialas en los buses. Mi mamá y la suya conservaron la amistad y por eso ella siguió viéndolo de vez en cuando. Siempre me mandaba saludos, decía ella.


Noviembre, 2010
Mi mamá fue la última de aquel grupo de colegas en dejar la clínica, hace 5 años. La enfermera anfitriona se sumó a las víctimas fatales que dejó el contraflujo de la carrera 7ma. en Bogotá comenzando los 90s. M. es psicóloga y vive hace ya no sé cuantos años en Estados Unidos. El dueño del restaurante aledaño murió de 12 puñaladas pasionales en su apartamento de Teusaquillo en junio de este año. E. está en la cárcel por alguna estafa que cometió. Yo abandoné el escenario de los hechos hace ya rato.

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