domingo, 24 de julio de 2005

Otros aires

Estuve durante una semana en Barcelona. Me impresionó mi impresión de la ciudad, pues me reveló qué tan plácida es Alemania y qué tan acomodada estoy yo a esa placidez que tuve que irme a otra parte para poder advertirla.

Barcelona podría ubicarse en algún punto intermedio entre las vidas en Bogotá y Hamburgo; eso sí, también con sus propias individualidades. Apreciando la obra de Gaudí, se me ocurrió que el Hundertwasser es apenas un pobre imitador kitsch. En esta ocasión fui a muchos museos, entre ellos el Nacional de Arte de Cataluña. Allí se encuentra una colección de frescos de iglesias románicas, todas chiquitas, erigidas entre el 800 y el 1200 d.C. y casi todas enclavadas en los Pirineos; los frescos fueron removidos de sus lugares de origen a principios del s.XX y dispuestos para la exposición en su forma original bajo condiciones controladas. Uno de ellos, el más elaborado y reciente (data de 1200), fue capaz de sobrevivir el abandono y las inclemencias de siglos, pero sucumbió en un incendio del museo durante la guerra civil española.

Barcelona es... tan distinta de Hamburgo! Es más desordenada, pero sin llegar a los límites insoportables de París. La ciudad es aún gozosamente vivible. Hamburgo también tiene su marcha (es la segunda ciudad más grande de Alemania), no crean, además una en la que me siento como pez en el agua porque se puede hacer lo que a uno se le dé la gana sin tener que andar pensando en el qué dirán o en será que me atracan y/o me violan. Además es muchísimo más verde que cualquier otra ciudad imaginable. En todo sentido, ahora que lo escribo: de noche, en la pista más bestia de Hamburgo, si se afina un poco la nariz, todas las calles huelen a bareta.

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