Recibí un mensaje de alguien desconocido en Facebook con la noticia de que alguien que fue significativo (de hecho, el first love de mi vida, el de las mariposas en el estómago y las levitaciones) murió hace 3 meses.
De la historia, accidentada y absurda como ella sola, quedó apenas un hilillo de contacto simpático que yo, por fin, me negué a anudar de nuevo -siempre fui yo la que anudó ese hilo- cuando él lo rompió hace 3 años. Ahora vengo a saber que en ese entonces fue el primer infarto grave. Facebook, esa máquina chupadatos inmisericorde, fue lo último que nos mantuvo actualizados, y los esporádicos posts, los "me gusta" y los "compartir" fueron nuestro último diálogo. Algún día puso un post del primer aniversario de la muerte de su perro, ese cachorrito simpático que le habían regalado cuando ese sinsentido de historia nuestra comenzó. De esa historia ya nada quedaba, pero no dejaba de tener su simbolismo. Al menos él seguía vivo.
Ahora le tocó a él, el segundo infarto no lo perdonó. Hacía ya rato que no era parte de mi vida, pero no deja de parecerme absurdo que el mundo haya seguido corriendo sin él. Que ya no esté.
En las rupturas, más que la ruptura misma lo que me más entristecía era pensar en que yo no me enterara de cuando él muriera. No puedo evitar creer que todo el absurdo tuvo al menos un mínimo sentido afectuoso: a pesar de haber roto siempre, dispuso de algún modo que yo no me quedara en ese limbo.
Adéu, estimat amic.
Adéu, estimat amic.
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