De adulta fue que comencé a darme cuenta de que la normalidad de mi infancia no era tan normal. Un ejemplo es el lugar de residencia que escogieron mis padres. Eso significó largas horas en compañía apenas de los montones de libros que mi papá compraba por baratos pero que no leía mientras que comenzaba la programación de televisión a las 4:30 pm entre semana o hasta que mis padres se levantaran -tarde- los fines de semana.
Algún día comenzaron a llevarme a cine a la nocturna con ellos, por alta pude entrar desde los 9 a películas de 12, así que yo ya desde esa tierna edad llegaba a la casa a las 11:30, 12, a madrugar al colegio al otro día a las 5:30. Recuerdo un cuento que leí en una revista de Avianca que mi padre traía de sus viajes en esa época de una niña que se les quedaba a los padres en un cine y desde entonces se quedó a vivir ahí. Jamás sospeché que esa pudiera ser una metáfora de aquel momento que vivía.
También hay que reconocer que esa suerte de indiferencia ayudó bastante a que yo me quedara aquí y a que sobrelleve bien el abandono de mi progenitor (próximamente, conmemoración del 4° aniversario) y más o menos bien mi separación (no se pierda la posible alusión al 2° aniversario). Hasta me va mejor: a pesar de seguir igual de sola, al menos estoy menos insegura, tengo una calidad de vida que me gusta más y mis derechos ciudadanos son menos pisoteados. Y hasta soy extrañada por algunos otros, por fin.
domingo, 10 de marzo de 2013
Terapia
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