Es imperdonable que aún no haya dejado
testimonio de mi estadía de 10 días en Estambul. La oportunidad se dio en
diciembre de 2013, en el que aún tenía más de dos semanas de vacaciones en ese
año y estaba absolutamente desparchada para navidad. La lección que me
dejaran una navidad sola en Hamburgo en 2001 y una excursión a Viena para esa
fecha en 2003 me previno de intentar pasar esos días en tierras cristianas.
Qué mejor que ir a templar a un país en donde no haya nada de esos
embelecos y mejor aún, tener por fin mi añorado tete-a-tete con mi admirada
Estambul, otrora Constantinopla, posterior Bizancio, capital imperial a lo
largo de milenios. Saqué valor de no sé dónde y toda espontánea contacté
al estambulita de ensueño en Facebook proponiéndole un casual encuentro
a tomar café ahora que iba a su ciudad natal. Que lástima que no podía,
vive en algún lugar en Alemania que me doy cuenta ahora de que no registré.
Tengo tan descuidado este blog que había olvidado el registro de ese
Sehnsucht que yo ya tenía con esta ciudad. Pero el encuentro fue tan
excitante que puedo dar muy buena cuenta de él incluso casi dos años después.
Obviamente que una
ciudad con esa ubicación geográfica no tenía cómo decpcionar las expectativas.
Hace poco topé este artículo del New Yorker: en las
obras del Mármararay cuando acababan de extraer los hallazgos del s. VII se
encontraron con unos... del 11.000 a.C. Ese sitio es tan estratégico que está
condenado a estar lleno de vida desde casi siempre. Y además hermoso.
La vista desde el Sultanahmet de los dos mares es preciosa. No tuve de
otra que enamorarme. Tenía toda la escenografía mental de la ciudad gracias a
Pahmuk y de los palacios vía un libro que dejara mi hermano olvidado por aquí
de la historia del harén turco, que es la misma del imperio otomano. La belleza
de los lugares históricos (es especial de las mezquitas, Santa Sofía por Dios)
quita el aliento. Pero el impacto de Estambul fue más que eso. Su
espíritu resultó ser muy fácil de interpretar porque era muy de la onda de la
Bogotá que viví. Era asombroso estar parada en cualquier esquina y
sentirme como si estuviera en Bosa, el Restrepo, San Victorino, la Soledad, el
7 de agosto, la 9° en el centro. Intenté irme caminando de Taksim, la
plaza de las manifestaciones, al centro por un camino alternativo a Pera / Galata,
nada más para constatar que hay un agujero negro comparable a la Perseverancia
en ese trayecto. En el centro también se veían silleteros, un
oficio antiguo en vía de extinción, y su versión más moderna, los
carretilleros; emboladores, vendedores ambulantes, pescadores sobre el puente del Gálata, artistas callejeros... En Kadikoy me sorprendieron la
vivacidad del mercado, la sencillez y la delicia de un yogurt con miel y el
doppelgänger del Centro Cultural del Libro del centro de Bogotá.
También me hizo sus
desplantes la condenada. Foco turístico desde hace décadas -no sabía que
algunas reliquias musulmanas aún se encuentran en el palacio de Topkapi, por lo
que la ciudad es desde hace marras lugar de peregrinación del mundo musulmán-,
casi maldita sea nadie habla inglés. Mucha trampa para turista, no pude evitar caer
en una. El primer y único taxi que tomé en ese viaje, desde Taksim hasta mi
hotel en el Sultanahmet a mi llegada, no sólo me esquilmó sino que el hijueputa
taxista fue muy grosero. Fui timada en un tour que traté de hacer a
Bursa, la que fuera la capital otomana mucho antes de la conquista de
Constantinopla, fui víctima del grupo juvenil del medio oriente que decidió
mejor irse a esquiar que ir a ver edificios viejos, pero me las ingenié para
regresar por mi propia cuenta a Estambul. Todos los hombres nativos que se
cruzaron en mi camino -excluyendo el dueño y el portero del hotel- intentaron
su lance galante conmigo por el mero hecho de estar paseando sola, menos mal no
llegaron a ser atrevidos, pero no dejó de ser, a lo largo de los días, jarto.
Pero con todo la amé. No dejó de hacerme
chistes y guiños, de mostrarme escenas curiosas, paisajes y casas bellos. Tiene
muchas librerías y tiendas de artículos de escritura y dibujo, como Praga y
Viena. Los títulos en las librerías tenían, además de autores turcos, muchos
autores occidentales. Tomé todo el jugo de granada que pude. Por
supuesto que como todo peñasco que da al Mediterráneo es pura loma, mis
rodillas lo resintieron bastante. Traté de montar en transporte público,
ferries incluídos, lo más que pude. Hubo además dos ferries en el Mármara
y el metro por debajo. No dejó de ser extraño tener que cubrirme la cabeza y quitarme los zapatos en las mezquitas, no dejó de indignarme tener que ponerme en la última fila en las mezquitas "normales" (con no tanta presencia de turistas occidentales). Los cementerios otomanos, que se encuentran por todas partes, me impresionaron: los muertos están enterrados verticalmente y sobre la lápida va la forma del sombrero que el muerto usaba en su oficio.
Algo que se robó mi corazón fue la deferencia
que le tienen a los animales callejeros. Siempre hay comida para gatos
por ahí disponible, alguna vez que vi unos perros solos por ahí a sus anchas
pensé en "pobrecitos perritos" antes de ver las casas perrunas que
tenían en una esquina de un parque. La ciudad me regaló la escena de un hombre
en el barrio de las tiendas para rusas (una moda tan gatuna en las vitrinas que
los letreros en cirílico eran redundantes) piropear una mujer, patear un gato y
acariciar un perro en menos de 20 metros. Lastimosamente la hospitalidad
animal también se extiende a las palomas.
Fue mi primer paseo
con smartphone, como se ve por la relativa abundancia de fotos linkeadas, y con twitter disponible. Buena cuenta de algunos sabrosos
entremeses del viaje quedó registrada ahí.
En 2012 leí la
edición hispana de "El museo de la inocencia" de Pahmuk. Estaba a
punto de mandarla al diablo porque la chilladera del protagonista con su
Füsuncita -la heroína, Füsun- me tenía mareada, pero por casualidad leí en el
periódico de la inauguración del museo del mismo nombre en Estambul,
complemento de la novela, a cargo de su autor. El libro tiene en uno de
los capítulos finales un bono para ingresar al museo sin pagar mostrando el
libro, hay un espacio para el sello del museo. Cómo no que hice buen uso de mi ejemplar.
Ahora que estuve en
Creta, otro paraje mediterráneo con rastros otomanos también (los otomanos le
birlaron la isla a los venecianos en ~1660 y la perdieron a fines del s. XIX),
no dejé de recordar y suspirar a Estambul y de tomar ánimos para por fin escribir el reporte que estaba debiéndole a este blog.